El
viento murmuraba suavemente entre las hojas y mecía las margaritas que
punteaban el claro del bosque. El día era hermoso.
El
zorro y la cigüeña, sentados sobre la fresca hierba, almorzaban. El zorro, que
era el dueño de casa, engullía afanosamente la sopa de unos de los platos en
que la había servido. Pero el solemne pájaro que era su invitado estaba sentado
cortésmente ante su plato, observando en silencio. Al parecer, no tenía hambre.
De vez en cuando, sumergía su largo pico puntiagudo en el palto, pero apenas
lograba atrapar unas gotas.
Cuando
el zorro, con su larga lengua flexible, hubo lamido ambos platos de sopa hasta
no deja nada de ellos, se relamió y dijo:
-¡Qué
buena cena!
E hizo
chasquear sus labios ruidosamente.
¡Muy
buena cena! –repitió-. Lamento que hayas comido más.
La cigüeña
no hizo comentario alguno. Sólo sugirió que el zorro le hiciera el honor de
acudir a cenar con ella al día siguiente.
El
zorro aceptó de buena gana y a la hora convenida, llegó trotando al claro del
bosque donde habían cenado la víspera.
Pero..¡cuál no sería su consternación al encontrar, sobre la mesa de la
cigüeña, una cena de deliciosas canes picudas, servidas en jarros altos y
angostos! Con su largo pico, la cigüeña podía penetrar en lo más profundo de
los jarros, y comía ávidamente, mientras el zorro, a quien se le hacía la boca
agua, miraba desaparecer un bocado tras otro. Lo único que pudo obtener fue lo
poco que había goteado por los bordes de las jarras.
Por
fin, cuando hubo renunciado a toda esperanza, se alejó gruñendo, mientras la
cigüeña batía las alas con aire de triunfo.
Moraleja: Nunca hagas algo a lo demás que no te gusta que te hagan a vos.
Abril Álvarez - 2º "C"
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